“Subió Jesús a una montaña y llamó a los que
él quiso, los cuales se reunieron con él. Así instituyo a los doce, para que
estuvieran con él y enviarlos a predicar” Marcos 313-14
El deseo de consagrar la vida entera a la
contemplación y al trabajo del reino sólo puede nacer desde el llamado, Dios
llama a varones y mujeres para tal entrega. El llamado de Dios requiere de una
respuesta, generosa, entera, fiel, comprometida, sincera y de convicción. Por
ello es deber del que ha sido llamado, trabajar cada día por trasformar
aquellas cosas que no le permiten tal respuesta.
Ser uno o una de los que “él quiere” no equivale a ser un extraño
ante los demás, un ser diferente o sin defectos. Equivale a ser, un ser humano
con el deseo de enamorarse plenamente de Jesús de Nazaret, de tal manera que
busque conocerle y desear todo cuanto Él propone. Es así que la vida consagrada
no es mayor a las otras vocaciones que Dios nos puede invitar a vivir.
La vida consagrada no es y no puede ser un
refugio de debilidades humanas, como tampoco es el lugar del acomodo o del
descanso. La vida consagrada es la entrega por la construcción del reino de
Dios propuesto por Jesús. La vida consagrada es la vocación para mostrarle al
mundo que Dios ama y ama con toda fuerza.
Dios ama cuando el pan y el vino es
cuerpo y sangre de Cristo, cuando el sufriente encuentra paz, cuando los pobres
consiguen sosiego, cuando los enfermos encuentran compañía, cuando los analfabetas
aprenden a leer y escribir, cuando los indígenas y los negros son valorados
como personas, cuando los presos sienten la presencia divina, cuando los
varones y las mujeres mueren por causas justas, cuando las prostitutas y los
homosexuales son aceptados como hijos de Dios y no rechazados por el pecado, Dios
ama cuando un religioso o religiosa o sacerdote se entrega por entero al
llamado que Él le ha hecho, poniendo todo sus dones al servicio de la
comunidad.
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